¿Por qué?
—¡OH, SEÑOR! el mundo anda muy mal. La sociedad se desquicia. El siglo que
viene verá la mayor de las revoluciones que han ensangrentado la tierra. ¿El pez
grande se come al chico? Sea; pero pronto tendremos el desquite. El pauperismo reina,
y el trabajador lleva sobre sus hombros la montaña de una maldición. Nada vale ya
sino el oro miserable. La gente desheredada es el rebaño eterno para el eterno matadero.
¿No ve usted tanto ricachón con la camisa como si fuese de porcelana, y tanta
señorita estirada envuelta en seda y encaje? Entre tanto las hijas de los
pobres desde los catorce años tienen que ser prostitutas. Son del primero que
las compra. Los bandidos están posesionados de los bancos y los almacenes. Los
talleres son el martirio de la honradez; no se pagan sino los salarios que se
les antoja a los magnates, y mientras el infeliz logra comer su pan duro, en
los palacios y casas ricas los dichosos se atracan de trufas y faisanes. Cada
carruaje que pasa por las calles va apretando bajo sus ruedas el corazón del
pobre. Esos señoritos que parecen grullas, esos rentistas cacoquimios y esos
cosecheros ventrudos son los ruines martirizadores. Yo quisiera una tempestad de sangre; yo
quisiera que sonara ya la hora de rehabilitación, de la justicia social. ¿No se
llama democracia a esa quisicosa política que cantan los poetas y alaban los
oradores? Pues maldita sea esa democracia.
Eso no es democracia, sino baldón y ruina. El infeliz sufre la lluvia de
plagas; el rico goza. La prensa, siempre venal y corrompida, no canta sino el
invariable salmo del oro. Los escritores son los violines que tocan los grandes
potentados. Al pueblo no se le hace caso. Y el pueblo está enfangado y
pudriéndose por culpa de los de arriba: en el hombre el crimen y el alcoholismo;
en la mujer, así la madre, así la hija y así la manta que las cobija. ¡Con que
calcule usted! ¿El centavo que se logra para qué debe ser si no para el
aguardiente? Los patrones son ásperos con los que les sirven. Los patrones, en
la ciudad y en el campo, son tiranos. Aquí le aprietan a uno el cuello; en el
campo insultan al jornalero, le escatiman el jornal, le dan a comer lodo y por
remate le violan a sus hijas. Todo anda de esa manera. Yo no sé cómo no ha
reventado ya la mina que amenaza al mundo, porque ya debía haber reventado. En
todas partes arde la misma fiebre. El espíritu de las clases bajas se encarnará
en un implacable y futuro vengador. La onda de abajo derrocará la masa de
arriba. La Commune, la Internacional, el nihilismo, eso es poco; ¡falta la
enorme y vencedora coalición! Todas las tiranías se vendrán al suelo: la
tiranía política, la tiranía económica, la tiranía religiosa. Porque el cura es
también aliado de los verdugos del pueblo. Él canta su tedeum y reza su
paternoster, más por el millonario que por el desgraciado. Pero los anuncios
del cataclismo están ya a la vista de la humanidad y la humanidad no los ve; lo
que verá bien será el espanto y el horror del día de la ira. No habrá fuerza
que pueda contener el torrente de la fatal venganza. Habrá que cantar una nueva
marsellesa que como los clarines
de Jericó destruya la morada de los infames. El incendio alumbrará las ruinas. El
cuchillo popular cortará cuellos y vientres odiados; las mujeres del populacho arrancarán
a puños los cabellos rubios de las vírgenes orgullosas; la pata del hombre descalzo
manchará la alfombra del opulento; se romperán las estatuas de los bandidos que
oprimieron a los humildes; y el cielo verá con temerosa alegría, entre el estruendo
de la catástrofe redentora, el castigo de los altivos malhechores, la venganza suprema
y terrible de la miseria borracha!
—Pero, ¿quién eres tú? ¿Por qué gritas así?
—Yo me llamo Juan Lanas y no tengo un centavo.
Fuente:
Rubén Darío, publicado en El Heraldo de Costa Rica, San José Costa
Rica, el 17 de marzo de 1892; Recuperado de Escritos Políticos de Rubén Darío
de Jorge Eduardo Arellano.
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