Páginas Blancas para Malva Davis
La tórrida tarde en que vio por
primera vez a Malva Davis fue en un café de la Avenida más importante de la
ciudad. En realidad, hacía varios viernes que la miraba en la misma mesa
sorbiendo una taza de café, leyendo un libro de bolsillo. Pensando bien, es más
preciso decir: La primera vez que le habló a Malva Davis, fue en ese café al
que frecuentaban los dos, todos los viernes a las 5 de la tarde, después de la
jornada laboral.
Siempre prefería la mesa de la
esquina que me permite un ángulo panorámico para escrutar a los amantes del
café que visitan el concurrido lugar; durante los últimos viernes para observar
mejor a Malva, la morena de dentadura blanca y perfecta, comenzó a descubrir
una gracia especial en ella, y no era solo el envidiable don de la belleza que
a muy pocas personas les es concedido, era un no sé qué, que terminó
convirtiéndose en la razón principal por la que frecuentaba el Café
Santos.
No podría describir con precisión,
ni dar mayor idea de aquella especial hermosura que miraba en ella. Pero la
joven gallarda, aquella tarde de marzo vestía pantalones de vestir a rayas
verticales, de color azul marino y blanco, con una blusa enjuta de color
amarillo que resaltaba una cintura como matizada con los pinceles más finos que
puedan existir. Sus voluptuosos rizos enmarcaban un rostro alegre, profundo y
pleno.
Esa tarde, el lugar estaba un poco
más atiborrado y su mesa ocupada por una elegante señora de unos 70 años que
aparentaba ser docente universitaria. Él se actualizaba con las noticias del
día, era casi un rito cotidiano revisar las noticias. Salir a las calles sin
saber lo que está pasando, al menos en la ciudad, era para él imprescindible.
De modo que, estaba sumergido en la lectura, aunque de vez en cuando lanzaba
atisbos esperanzadores a la mesa de su cita (sin que ella lo supiera). Por un
momento creyó que faltaría, pero no, llegó y se sentó en la misma mesa.
La identificó porque el primer
objeto que puso sobre la mesa fue el mismo libro de bolsillo que desde hacía
varios viernes había observado entre sus largas y tersas manos: El Principito de Antoine de
Saint-Exupéry. Era un libro de unas ochenta páginas de grosor, pequeño como
dije, pasta arrugada y páginas amarillas de tanto uso. Lo sustrajo de la
magnífica noticia de su país, se trataba del inicio de la campaña de vacunación
contra el covid-19, después de casi un año de bregar con la pandemia.
No contuvo la emoción en su rostro y
lo primero que le dijo en un tono parsimonioso y elegante:
-
¿A qué se debe tanta alegría? - Por cierto,
mucho gusto soy Malva Davis, esta tarde te haré compañía en esta mesa – estrechándome la mano.
-
Mucho gusto Malva, soy Miguel Angel Vega, - le
contestó – Es un placer que me acompañes esta
tarde. Disculpa que irradie la emoción hasta por los
poros, pero es que me alegra que podamos acceder a la vacuna contra el virus –
y comenzó a brindar detalles sobre los métodos
y protocolo en que se irá aplicando a la
población.
En ese momento se acercó un joven a
atender cortésmente a Malva, ella en esta ocasión pidió un café helado, a
diferencia de las veces anteriores, que sorbía una taza de café mientras se
sumergía en sus asiduas lecturas de El
Principito.
Malva se interesó por la noticia,
daba argumentos sobre cómo se ha manejado la pandemia en el país, de eso pasó a
teorías conspirativas y de las teorías, a sus vivencias durante este pandémico
año. Le dejaba ver su percepción sobre el virus, pero sin asumir ninguna
postura. La conversación se prolongó…
-
Vaya forma de conocernos Vega…
-
Es lo que tenemos, somos instantes y
circunstancias Malva.
-
Pero es mejor así. Bueno ha sido un gusto, nos
vemos pronto.
-
¿Cuándo? - Le preguntó ansioso – se enteró de su
indiscreción porque sintió cómo se sonrojaba - ella solo sonrió amablemente y
se marchó.
Asistió fielmente al Café Santos
todos los viernes a las 5, pero ella se ausentó por no sé cuánto tiempo. Miró a
otras jóvenes hermosas, pero ninguna como Malva. A veces la confundía por sus
rizos, o por su piel canela, o por la forma de vestir, pero pronto se enteraba de
su confusión. Empezó a tener la convicción que estaba creando ilusiones
demasiado buenas que se iban embrollado con la realidad y terminaba creyendo
cosas que nunca pasaron. Aún conserva una servilleta del Café Santos, con la
siguiente grafía:
Siento un deseo indefinido,
Un no sé qué de unción divina.
¡Oh, mítica melancolía,
¡Suéltame y déjame ir!
Ese mismo día por la noche buscó el libro de El Principito en su biblioteca personal, pero recordó que lo había prestado y como es costumbre, los libros no regresan, entonces lo descargó en formato EPUB en su teléfono y empezó a leer aquel libro infantil. Al cabo de dos horas lo había leído. Ahora no comprendía por qué Malva lo portaba por más de un mes en su bolsillo, entregándose a la lectura en cuerpo y alma, luego la veía absorta como meditando profundamente.
Lo
cierto es que el libro lo domesticó, así como ella, aquella tarde en el café:
Tú eres para mí, sólo un muchachito igual a otros y no te necesito para nada. Tampoco tú tienes necesidad de mí y no soy para ti más que un zorro como otro zorro cualquiera. Pero si tú me domesticas, entonces tendremos necesidad el uno del otro. Tú serás para mí único en el mundo, como también yo lo seré para ti…
Lo cruel ha sido saber que ella no fue domesticada… lo dejó embrollado en su ausencia infinita, a veces deseó encontrarla en la calle, en el bus, en el café, en cualquier parte, donde la vida lo designase. Solo quería verla…
Él No es Poeta, pero escribió versos de todo tipo, versos malogrados, a medio hacer, sin métrica, sin rima, otros salían llanos, precisos, sin ninguna palabra demás. Empezó a escuchar música lírica, sencilla e íntima como la de Ernesto Lecuona o los cuartetos de Mozart, y aprendió a fluctuar entre los pianissimos y fortissimos de aquellas músicas, dejando llevar su alma desolada.
Así la conoció y así lo perturbó. Una noche se reencontraron en la Plaza atestada de feligreses cristianos, Él encontrando una salida espiritual a aquella enfermedad emocional, y Malva tratando de redimirse, al abandonar las prácticas dogmáticas que su familia le había inculcado. Y ahí se encontraron… un saludo efusivo interrumpió la espiritualidad que ambos buscaban, luego continuaron juntos, se tomaron de la mano, ella cerró la vista mientras gruesas lágrimas acudían a sus ojos.
Aquella escena evidentemente lo sacó de trance, había pasado tiempo queriendo verla, ahora estaba con ella tomado de la mano y ella quebrantada por saber qué cosas. Él se limitó a sentir una Paz inexplicable, un sosiego que había perdido en los últimos meses y con esa sensación salieron de en medio del río de gente que se había congregado en la Plaza Pública.
Ahora
creo que este último encuentro, fue una ilusión más que él terminó creyendo que
es verdad, porque Malva sigue sin responder las llamadas… Él sigue buscando la
clave en El Principito y en cada palabra que le dijo la última vez que la vio
en el mirador de la Laguna, (a mí también me confundió porque entonces la Plaza
no fue el último encuentro, si en realidad la vio).
Bryan Dávila
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