Retazos de autobiografías
Mientras
viví ruralmente en la casa de mis abuelos, no hubo días que no me levantara a
las 5 de la mañana, cuando la vida en el campo está en su apogeo. Después del
ordeño, a las 6 de la mañana puntual y ceremoniosamente nos sentábamos, mi
hermano Juan Pablo (se llama así en honor al Papa del Vaticano, que visitó este
país, por aquellos días de su nacimiento) y yo, en el corredor de la casa, la
cual estaba situada sobre una colina y teníamos una vista privilegiada, pues a
lo lejos podíamos ver el humo que expedía la locomotora que pasaba
estridentemente sobre los railes con destino a puerto Corinto en Chinandega.
Ver
el humo detrás de las colinas era el presagio de ver muy pronto al tren entre
la inmensa estepa verde que son las montañas, luego bordeando el lago, primero
en miniatura y luego tan grande y potente que nos conmocionábamos en el
corredor de la casa.
A
veces, mi madre nos acompañaba con una taza de café con leche, leche de las vacas del
corral, nos sentábamos en su regazo y ella nos contaba historias de sus viajes
en el tren. De como conoció a nuestro padre en Granada y del viaje nupcial en
el tren, después de casarse felizmente.
Por
su parte la abuela, siempre hablaba del tren, nos contaba su viaje de vacaciones
en una semana santa de su juventud, cuando los vagones se deprendieron y ellas sentían
que el tren perdía velocidad, pero no creía haber llegado ni siquiera a Paso
caballo, en Corinto. Tardaron un tiempo indefinible ahí varados, hasta que
regresó a conectar los vagones, el capitán del tren, qué sé yo, eso sería por
los años cincuenta.
Dice
que el puente de Paso Caballo estaba en construcción y solo tenia los lingotes cruzados
verticalmente sobre las bases del puente, por debajo del cual entra un brazo
del mar, el océano pacifico. Ella pierde su cartera, Daysi su prima, deja otras
cosas y se arriesgan a pasar el puente en construcción, porque su abuela ya no
les dio para una panga de regreso.
Yo
veía aquella anciana y no la creía capaz de hacer aquellas acrobacias sobre el mar.
Eso
es lo primero que se me viene a la mente cuando recuerdo al viejo tren de
Nicaragua. Nunca más lo vimos pasar en los años noventa, ni siquiera los railes
han quedado, solo un museo en Granada. La finca de mis abuelos también dejó de
ser nuestra, con la contrarreforma agraria, también nos desalojaron.
Solo
quedan los recuerdos de lo que fue, la abuela físicamente ya no está entre
nosotros, mientras Juan Pablo y yo esperamos algún día volver a abordar otro
tren por Nicaragua.
Bryan Dávila


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