La bella durmiente del expreso de El Rama

El sol quemante de las dos de la tarde se conjugaba con los vientos secos de enero. Era de aquellas tardes que duele ver y más aún, ver el hervor que emana del asfalto candente desde la parada de buses.


La paciencia es un don que no se me ha dado, pero mientras la paciente impaciencia que tuve que emprender aquella tarde para abordar el expreso de El Rama se hacía cada vez más nefasta, me aliviaba el hecho de saber que faltaba menos desde el momento en que había llegado. Estas cosas sólo la pueden entender quienes andamos a pie, de ruta en ruta para llegar a nuestros destinos. Llegar 2 minutos tardes a la parada resultó en media hora de espera por el bus de El Rama.

Olga, como siempre vendiendo en su tienda de ropa de segunda mano, esas tiendas  a las que sólo concurrimos quienes andamos a pie por el mundo en un ir y venir del carajo, cubriendo nuestros cuerpos con el trapo que podemos. Salió a atender a una de sus clientes y le ayudó a sostener la sombrilla para que descansara de las maletas que cargaba, (muy seguro iba para El Rama). Pero en ese instante en que se le ocurrió sostener la bendita sombrilla, una oleada de viento sopló con tanto ímpetu dejando a Olga con el armazón negro, mientras el brocatel lila floreada de lo que fue la sombrilla salió despedida por los aires. Estas cosas solo le pasan a quienes trabajan día a día y a duras penas ganan para los gastos menudos de sus hogares.

Se estacionó una ruta de proveniente de Acoyapa, el pueblo vecino más cercano del que me encuentro, es una de las ciudades más antiguas de Nicaragua, tiene su fama por ser la ciudad de las flores, “ya se imaginan qué tipo de flores”, ¿A caso esa no es Masaya la ciudad de las flores?, si, en realidad Acoyapa es conocida como sucursal del cielo. A mi juicio su fama es por haber dado a luz seres oscuros para la historia del país: Emiliano Chamorro a inicios del siglo XX y una que aún es beligerante en la política nacional. Espero que a inicios del siglo XXII le corresponda el turno a un ser de Luz para nuestra historia nacional. Como sea, quizás en ese momento me encontraba frente a la progenitora de ese futuro vigilante del bien nacional.

Del bus no bajó mucha gente, porque la belleza que irradiaba una de las pasajeras lo llenaba todo. El tiempo se detuvo, el espacio también se transformó, parecía que la teoría de la relatividad la experimenté en aquel mismo instante oportuno. La escalinata del bus la bajó como siguiendo el protocolo de algún reino de la época del medioevo, traía gafas oscuras de gran marco café de carey, una blusa amarilla de escote, un pantalón azul oscuro y unos zapatos café que le hacían juego a su vestimenta.

Entró a una fonda, compró agua y menta, yo la atisbaba desde el otro extremo de la calle. Caminaba cadenciosa y perentoriamente  hasta donde estaba. Ávido de tenerla cerca y de hablarle, me sorprendió ver el arco de sus labios expandirse brevemente y dejar a la vista una dentadura blanca y perfecta. También le sonreí. Levantó sus gafas como para verme mejor, y sus ojos de iris marrón se clavaron en los míos y sin inmutarse me dijo:

¡Buenas tarde!, es asombroso a qué niveles ha llegado la temperatura en estos meses.

Mientras lo decía se secaba el sudor de la frente con un pañuelo que sacó de su bolso café medianamente grande que colgaba de su brazo izquierdo

¡Sí, mire usted que tremenda calor! - le contesté sin saber que más comentarios hacer - .

Ella persistente en sacarme de mi estado de abstracción, me preguntó ¿Qué libro es ese de portada rojinegra? En efecto, yo portaba solamente el libro de portada rojinegra, un lapicero de tinta negra en la bolsa de la camisa y unas notas. Se lo mostré, el libro era uno de más de 300 páginas, lo compré en una tienda de segunda, era una publicación del año 1995, mi libro como es de esperar ya estaba deteriorado, sobre todo en el lomo, donde se leía el título: “Noticias de un secuestro” del Maestro Gabriel García Márquez.

Mientras le explicaba, ella tanteaba el libro con sus manos tersas y blancas, sus uñas bien cuidadas y natural, sin pintura y cortas, sospeché que toda esa rareza en las manos de una mujer tenía una explicación bien fundamentada. Esperó a que terminara mi ilustración y dijo sin más: 

El olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los amores contrariados

Mientras procesaba la frase le respondí:

Sólo Dios sabe cuánto te quise.

Ambos nos soltamos a reír como viejos conocidos y dijo: Escogiste la mejor frase y más creativo no podías ser. Yo me sonrojé y le expresé el gusto que me dio coincidir casualmente en esta parada de buses. Fue recíproco el gusto, ella también lo expresó. Y con un aire de sumersión en lo profundo del alma me dijo: “el cólera morbo solo es historia para nosotros, y pensé que me tocaría vivir el amor en los tiempos del Facebook.”

Era otro libro que recién había terminado de leer y le respondí: 

Yo también quiero mi casa en la playa junto al gran faro, estar sentado frente a mi escritorio a la par de la ventana mientras crepitan por el aguacero, escribo y me tomo las últimas tazas de café de mi vida.

Sí, pero siendo realistas, nos ha correspondido amar en tiempos del COVID-19 – dijo con un tono fatalista – no podía contradecirla en nada, era una realidad mundial (no era una buena tarde para digerir esas malas noticias, y menos a la intemperie).

La conversación fue interrumpida por la llegada del bus, era un Marcopolo del año 2010. Mucha gente bajó y otro tanto lo abordamos, ella subió y tomó una silla, se sentó, se colocó sus gafas oscuras y  grandes, colgó sus auriculares en sus oídos y en la pantalla de su teléfono vi que reproducía Las cuatro y diez de Luis Eduardo Aute. Pensé que continuaríamos la conversación, pero se sumergió en su mundo y durante el viaje no pude hacer más que imaginar qué sueños o pensamientos pasaba por su mente en aquel momento.  Permanecí de pie en el pasillo frente a ella sin recibir sin quiera una sola mirada de ella.

Me bajé en Santo Tomás, ella sólo se acomodó mejor en la silla como preparándose para el largo viaje que aún tenía por delante. Entré a la Royal, saqué dinero del cajero y luego me senté en una fonda donde venden los mejores quesillos del país, también pedí un café negro sin azúcar, me lo tomé a sorbos lentos hasta que como parte del mismo sortilegio que produce el quesillo y el café, vi pasar el bus de la bella durmiente y para mi sorpresa nuevamente el arco extendido de su sonrisa acompañado de su mano en dulce movimientos señalando un adiós eterno había marcado la mayor victoria de mi vida…

Era una de las mujeres más bellas que había visto, con un poder de seducción asombroso, tanto que me dejó en aquella butaca de la fonda de quesillos en un monologo de una sola cuerda…


Bryan Dávila

 

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