EL ARGENTINO QUE SE HIZO QUERER POR TODOS
En
ocasión del décimo aniversario del paso a la inmortalidad del escritor
argentino Julio Cortázar, el Premio Nobel Gabriel García Márquez leería un
discurso titulado “El argentino que se hizo querer por todos”, en la Ciudad de
México para conmemorar la vida y obra de su íntimo amigo, Cortázar. En este
texto que a continuación citamos íntegramente para conmemorar ahora, el 38
aniversario del paso a otro plano de vida de Julio, quien fue un gran amigo y
defensor del pueblo de Nicaragua durante los años ochenta, condecorado con la
Orden de la Independencia Cultural Rubén Darío, el 6 de febrero de 1983.
En
este texto, García Márquez no se limita para expresar su respeto, cariño,
admiración y devoción por Julio Cortázar, al declarar que “desde la primera página me di cuenta de que
aquél era un escritor como el que yo hubiera querido ser cuando fuera grande”.
También, en este texto García Márquez recuerda al escritor argentino en la ciudad de Managua Nicaragua, leyendo un cuento que aunque no dice el titulo suponemos que fue La Noche de Mantequilla.
EL ARGENTINO QUE SE
HIZO QUERER POR TODOS
Por Gabriel García
Márquez, Ciudad de México, 12 febrero de 1994
Fui
a Praga por última vez en el histórico año de 1986, con Carlos Fuentes y Julio Cortázar.
Viajábamos en tren desde París porque los tres éramos solidarios en nuestro
miedo al avión, y habíamos hablado de todo mientras atravesábamos la noche
dividida de las Alemanias, sus océanos de remolacha, sus inmensas fábricas de
todo, sus estragos de guerras atroces y amores desaforados.
A
la hora de dormir, a Carlos Fuentes se le ocurrió preguntarle a Cortázar cómo y
en qué momento y por iniciativa de quién se había introducido el piano en la
orquesta de jazz. La pregunta era casual y no pretendía conocer nada más que
una fecha y un nombre, pero la respuesta fue una cátedra deslumbrante que se
prolongó hasta el amanecer, entre enormes vasos de cerveza y salchichas con papas
heladas. Cortázar, que sabía medir muy bien sus palabras, nos hizo una recomposición
histórica y estética con una versación y una sencillez apenas creíbles, que
culminó con las primeras luces en una apología homérica de Thelonious Monk. No
sólo hablaba con una profunda voz de órgano de erres arrastradas, sino también
con sus manos de huesos grandes como no recuerdo otras más expresivas. Ni
Carlos Fuentes ni y o olvidaríamos jamás el asombro de aquella noche
irrepetible.
Doce
años después vi a Julio Cortázar enfrentado a una muchedumbre en un parque de
Managua, sin más armas que su voz hermosa y un cuento suyo de los más difíciles:
la historia de un boxeador en desgracia contada por él mismo en lunfardo, el
dialecto de los bajos fondos de Buenos Aires, cuya comprensión nos estaría
vedada por completo al resto de los mortales si no la hubiéramos vislumbrado a
través de tanto tango malevo; sin embargo, fue ése el cuento que el propio
Cortázar escogía para leerlo en una tarima frente a la muchedumbre de un vasto
jardín iluminado, entre la cual había de todo, desde poetas consagrados y
albañiles cesantes, hasta comandantes de la revolución y sus contrarios. Fue otra
experiencia deslumbrante. Aunque en rigor no era fácil seguir el sentido del relato,
aun para los más entrenados en la jerga lunfarda, uno sentía y le dolían los golpes
que recibía el pobre boxeador en la soledad del cuadrilátero, y daban ganas de
llorar por sus ilusiones y su miseria, pues Cortázar había logrado una comunicación
tan entrañable con su auditorio que ya no le importaba a nadie lo que querían
decir o no decir las palabras, sino que la muchedumbre sentada en la hierba
parecía levitar en estado de gracia por el hechizo de una voz que no parecía de
este mundo.
Estos
dos recuerdos de Cortázar que tanto me afectaron me parecen también los que
mejor lo definían. Eran los dos extremos de su personalidad. En privado, como
en el tren de Praga, lograba seducir por su elocuencia, por su erudición viva,
por su memoria milimétrica, por su humor peligroso, por todo lo que hizo de él
un intelectual de los grandes en el buen sentido de otros tiempos. En público,
a pesar de su reticencia a convertirse en un espectáculo, fascinaba al
auditorio con una presencia ineludible que tenía algo de sobrenatural, al mismo
tiempo tierna y extraña. En ambos casos fue el ser humano más impresionante que
he tenido la suerte de conocer.
Desde
el primer momento, a fines del otoño triste de 1956, en un café de París con
nombre inglés, adonde él solía ir de vez en cuando a escribir en una mesa del
rincón, como Jean-Paul Sartre lo hacía a trescientos metros de allí, en un
cuaderno de escolar y con una pluma fuente de tinta legítima que manchaba los
dedos. Yo había leído Bestiario, su primer libro de cuentos, en un hotel de lance
de Barranquilla donde dormía por un peso con cincuenta, entre peloteros mal
pagados y putas felices, y desde la primera página me di cuenta de que aquél
era un escritor como el que yo hubiera querido ser cuando fuera grande. Alguien
me dijo en París que él escribía en el café Old Navy, del boulevard Saint-Germain,
y allí lo esperé varias semanas, hasta que lo vi entrar como una aparición. Era
el hombre más alto que se podía imaginar, con una cara de niño perverso dentro
de un interminable abrigo negro que más bien parecía la sotana de un viudo, y
tenía los ojos muy separados, como los de un novillo, y tan oblicuos y diáfanos
que habrían podido ser los del diablo si no hubieran estado sometidos al
dominio del corazón.
Años
después, cuando ya éramos amigos, creí volver a verlo como lo vi aquel día,
pues me parece que se recreó a sí mismo en uno de sus cuentos mejor acabados, «
El otro cielo», en el personaje de un latinoamericano en París que asistía de
puro curioso a las ejecuciones en la guillotina. Como si lo hubiera hecho frente
a un espejo, Cortázar lo describió así: « Tenía una expresión distante y a la vez
curiosamente fija, la cara de alguien que se ha inmovilizado en un momento de
su sueño y rehúsa dar el paso que lo devolverá a la vigilia». Su personaje andaba
envuelto en una hopalanda negra y larga, como el abrigo del propio Cortázar
cuando lo vi por primera vez, pero el narrador del cuento no se atrevía a acercársele
para preguntarle su origen, por temor a la fría cólera con que él mismo hubiera
recibido una interpelación semejante. Lo raro es que yo tampoco me había
atrevido a acercarme a Cortázar aquella tarde del Old Navy, y por el mismo
temor. Lo vi escribir durante más de una hora, sin una pausa para pensar, sin
tomar nada más que medio vaso de agua mineral, hasta que empezó a oscurecer en
la calle y guardó la pluma en el bolsillo y salió con el cuaderno debajo del
brazo como el escolar más alto y flaco del mundo. En las muchas veces que nos
vimos años después, lo único que había cambiado en él era la barba densa y
oscura, pues hasta dos semanas antes de su muerte parecía cierta la leyenda de
que era inmortal, porque nunca había dejado de crecer y se mantuvo siempre en
la misma edad con que había nacido. Nunca me atreví a preguntarle si era
verdad, como tampoco le conté que el otoño triste de 1956 lo había visto, sin
atreverme a decirle nada, en su rincón del Old Navy, y sé que dondequiera que
esté ahora estará mentándome la madre por mi timidez.
Los
ídolos infunden respeto, admiración, cariño y, por supuesto, grandes envidias.
Cortázar inspiraba todos esos sentimientos como muy pocos escritores, pero
inspiraba además otro menos frecuente: la devoción. Fue, tal vez sin proponérselo,
el argentino que se hizo querer de todo el mundo. Sin embargo, me atrevo a
pensar que si los muertos se mueren, Cortázar debe estar muriéndose otra vez de
vergüenza por la consternación mundial que causó su muerte. Nadie le temía más
que él, ni en la vida real ni en los libros, a los honores póstumos y a los
fastos funerarios. Más aún: siempre pensé que la muerte misma le parecía indecente.
En alguna parte de La vuelta al día en ochenta mundos un grupo de amigos no
puede soportar la risa ante la evidencia de que un amigo común ha incurrido en
la ridiculez de morirse. Por eso, porque lo conocí y lo quise tanto, me resistí
a participar en lamentos y elegías por Julio Cortázar.
Preferí
seguir pensando en él como sin duda él lo quería, con el júbilo inmenso de que
haya existido, con la alegría entrañable de haberlo conocido, y la gratitud de
que nos haya dejado para el mundo una obra tal vez inconclusa pero tan bella e
indestructible como su recuerdo.
Recuperado del libro
Yo no vengo a decir un discurso.

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